Es malo sufrir, pero es bueno haber sufrido

(por Andrés Trapiello, por el que siento una terrible debilidad lectora)
 



Es malo sufrir, es bueno haber sufrido. Es una de las frases más bellas y más verdaderas que se hayan escrito nunca. Si uno fuese un caballero de la Tabla Redonda la haría poner en el escudo para consuelo propio, y la pasearía por el mundo, desde Escocia a Tierra Santa, para admiración y edificación de los pobres hombres. En realidad la escribió San Agustín, aunque la reescribió Nietzsche. Los que sufren suelen siempre hablar de lo mismo y casi siempre con las mismas palabras, por eso pueden dos personas tan diferentes como ellos haber concebido algo tan parecido. La frase de san Agustín decía:”Es malo sufrir, pero es bueno haber sufrido”, y la de Nietzsche:”Todo lo que no acaba conmigo me hace más fuerte”. 

La idea de que los hombres nos hacemos mejores en las adversidades no sólo es antigua, sino muy cierta, pero hay que tener presente siempre que si algo es relativo es la propia naturaleza de la adversidad. ¿No habéis visto llorar a un niño, con cuánto desconsuelo, porqué no alcanza a realizar una pequeña cosa? Cuando era muchacho recuerdo aquellos días de los exámenes finales o de reválida. Da un poco de vergüenza recordar como toda adversidad unos exámenes finales, pero uno ha llevado siempre una vida absurda y sin brillo. Vivía entonces en una inquietud perpetua, en un desasosiego improductivo, dedicándole al estudio doce o catorce horas diarias, de una intensidad sublime y patética, como si en cada tema o lección pusiéramos la pasión de un actor secundario al que le dan la oportunidad de interpretar el monólogo de Hamlet. Un día, camino de uno de aquellos pavorosos ejercicios, recuerdo que iba observando el rostro de la gente con la que me cruzaba, y pensaba: ninguno de todos éstos conoce ni sospecha mi angustia, todos son ajenos a mi sufrimiento y mi inquietud. Entonces consideraba, para sosegarme, que mi dolor no podía ser tan importante puesto que le era ajeno a todos. Cuando salía del examen en mí se había producido ya un cambio sensible puesto que para entonces ya conocía si me había salido mal o bien, pero la gente seguia en aquel punto anterior, de indiferencia y distancia. 

Volví a experimentar algo parecido hace uno o dos años, una tarde, al volver de la consulta de un médico. Llevaba en la mano un sobre grande, de color marrón, con la ecografía que acababan de hacerme. El ecógrafo, con ese tacto tan fino que caracteriza a algunos médicos, no me había dicho nada, si estaba sano o si me iba a morir en tres o cuatro meses. Me había dicho sólo:"Ya se lo dirá su médico”. Allí estaba yo, en el metro, camino de mi casa, aniquilado, con aquel sobre en el que no podía leer nada, desentrañando el sentido de aquella frase desoladora y brutal, mirando a la gente, que, indiferente a mi congoja, estaba pendiente sólo de la estación a la que íbamos llegando, para salir huyendo. Fue cuando empecé a suponer que quizá todo el mundo llevara en ese momento una radiografía o algún fatal diagnóstico en la cartera que les impedía atender a mi dolor, o que marchaban hacia exámenes de verdad, no como aquellos míos de la juventud, sino hacia humillaciones dolorosas, o vidas sin esperanza, o amores irreparablemente rotos en guaridas inhóspitas, en habitáculos sofocantes. 

Ha pasado el tiempo. No creo que la adversidad le haya hecho a uno mejor ni más fuerte. Quizá sí o quizá no. Quién sabe esas cosas y, sobre todo, ¿para qué serviría saberlas? A veces, no obstante, en un vagón de metro, en el autobús, al cruzar una calle, en la barra de un bar, tropiezan dos miradas llenas de angustia. Pero cosa curiosa: la suma de adversidades produce a veces un misterioso coraje, casi alegre y terrible, el que nos lleva a seguir viviendo, a no pensar en el dolor, a imaginar que nada acabará con esa fe que sólo pone uno al empezar de cero.

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