Paseé la mirada por la inmensa estantería desbordada de libros. Me pregunté qué habría en el interior de esos tochos. Me hice consciente de que no estaba sólo ante un montón de páginas escritas, sino que lo que miraba eran decenas, cientos de historias mejor o peor contadas por alguien, en un momento determinado de nuestro transcurrir, que habían ido a parar a aquella biblioteca. En ella se apretujaban unas a otras conservando cada una con celo el espacio que le pertenece por derecho, ese que necesita una historia para cumplir su propósito, el de ser contada.
Así comencé una vez un relato que quiso hablar de lo pequeña que se siente una persona ante la inmensidad del conocimiento, de la importancia de saber elegir adecuadamente lo que lees, del necesario ejercicio de superar el esfuerzo que requiere la lectura de un libro, de la inmediatez como valor supremo en nuestra sociedad que dificulta la detallada lectura de un buen libro y de la necesidad que nos hemos creado de consumir y desechar historias a un ritmo desenfrenado. Demasiadas cosas para contar en un solo relato, quizá por eso nunca lo terminé.
A veces, me sorprendo a mi misma pasando las páginas del libro con la única intención de llegar al final de la historia. Ayer mismo pensé en esto mientras leía la novela de Delibes, "Mi idolatrado hijo Sisí", maravillosamente bien escrita y sobre cuyas páginas deslizaba la mirada con rapidez sin detenerme ante su estilo. Entonces me vino a la cabeza ese relato nunca escrito y todas esas cosas que quiso decir.
Por otro lado, he estado pensando en las consecuencias de la democratización de la literatura, que favorece que cualquiera hoy pueda publicar un libro sin excesiva dificultad. Esto unido a una creciente necesidad de expresión por un deseo en auge de autoafirmación nos ha llevado a nadar en un mar de mala literatura.
A lo que voy es a decir que elegir es cada vez más difícil y disfrutar de lo bueno, dadas las circunstancias, también.
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